Por estos días me doy cuenta que llevo ya mucho tiempo sin escribir.
Y es que, (pienso) o son las vacaciones o la campaña electoral. Lo cierto es que hay un gran silencio sobre el tema de las concreteras.
Luego me doy cuenta que la razón del silencio es mucho más profunda que un tema coyuntural.
Pasa algo tan grave como lo que ocurre con los asesinatos de todos los fines de semana: se vuelve algo normal. Y no puede ser. Tiene que seguir causándonos alarma con noticias como, por ejemplo, que un policía fue asesinado dentro de un refugio. Una historia que reseñan hoy los periodistas en sus recorridos cotidianos por la morgue. Pero ya pasa tanto, que parece normal.
Igual ocurre con las concreteras. Se colocaron de manera in consulta y en contra de los deseos de los vecinos en muchos sitios de la ciudad, causan enfermedades y problemas respiratorios, contaminan el ambiente, crean tráfico, dañan las vías, pero más allá de las quejas de quienes las padecemos, no pasa nada.
Tras las protestas no hubo ni una reacción. Como si no existiéramos.
La indiferencia oficial y la impunidad tiene un efecto terrible en las víctimas, en este caso de las concreteras (pero también en las de la violencia): hace que nos acostumbremos a lo que no es correcto, a lo que no debe ser, a lo ilegal. Al final, parece natural que nos afecten, dañen nuestra calidad de vida, nos tapen los pulmones, contaminen el aire y afecten el ambiente. Y que no tenemos derecho a decir nada. Nos obligan a guardar silencio. Aunque la justicia esté de parte de los afectados por las concreteras.
El silencio oficial sobre este asunto, juega al cansancio de quienes luchan por sus derechos y nos convierte en doblemente víctimas: primero del daño que causan las concreteras, y luego de la indiferencia ante sus efectos.
Nos toca sobreponernos, levantarnos sobre esta torre de indiferencia, y hacer algo de ruido.
No es fácil, porque el silencio ocurre porque parece que nadie escucha...entonces, ¿Para qué decir algo?
Hay que seguir diciendo. Es la única salida.